La
evaluación del conocimiento del niño/adolescente, a nivel general, se realiza a
través de preguntas a las que éste debe proporcionar una respuesta considerada
como “la correcta”, donde el “no lo sé” está explícita o implícitamente
prohibido.
Desde
esta perspectiva, la duda adquiere un matiz negativo para el estudiante: la
vergüenza que éste evita experimentar frente a otros compañeros al no saber
aquello que el profesor pregunta, la sensación de fracaso que muchas veces puede
sentir al dar la respuesta “incorrecta”, el miedo o decepción frente a la
posibilidad de que su nota en la asignatura se vea afectada por una respuesta
poco certera o lo que implica el fallo en relación con la imagen de sí mismo. Muchas
de estas cuestiones relegan el “no lo sé” al espacio de lo que no puede decirse, y se ve reemplazado, por ejemplo, por respuestas
esquivas o menos participación en clase.
La prohibición de la duda, del “no lo sé”, afecta el proceso de comprensión y aprendizaje, limita el universo de conocimientos al que puede acceder el estudiante y bloquea su capacidad para cuestionarse acerca de lo que aprende, del mundo que le rodea y cómo desenvolverse ante él.
La
capacidad para hacer preguntas y cuestionar cosas ayuda al estudiante en la
búsqueda del auto-conocimiento, así como en lo que respecta al contenido
académico. El cuestionarse y hacerse preguntas resulta de gran utilidad como
estrategia de valoración, como catalizador de la investigación y el
conocimiento. Las preguntas trascienden el contenido, vinculando al estudiante
con su propio proceso reflexivo y su contexto.
En este
sentido, las preguntas que puede hacerse el estudiante desde el “no lo sé”
adquieren mayor importancia en el proceso de aprendizaje que el mero juego de
pregunta-respuesta correcta. La simple respuesta es residual –requiere que el
estudiante enmarque y organice un contenido que pueda satisfacer a quien hace
la pregunta-, lo que desplaza el centro de gravedad desde el propio estudiante
y sus intereses, dudas y preguntas, hacia la valoración que pueda hacer el
educador que se refleja en una calificación.
De aquí
la importancia de enseñar a los estudiantes que está bien decir «No lo sé», de
enseñar a los estudiantes a generar y hacer preguntas. Desde el “no lo sé” se
abre un inmenso campo de posibilidades creativas y analíticas en donde el
estudiante aprende a trabajar su propia duda, a enfrentar desde un papel
crítico y activo el reto del conocimiento.
El valor
de una respuesta frente a una pregunta concreta es, en realidad, concedido por
el profesor. Las respuestas, en este sentido, tienen cierto valor como
conocimiento; sin embargo hay un poder mayor y más duradero en la duda, en el
acto de preguntarse y cuestionar, dado que es un proceso centrado en el
estudiante. El “no lo sé” y el papel del educador al ayudar al niño/adolescente
a hacerse preguntas frente a aquello que no sabe o no conoce, devuelve el
centro de gravedad hacia el estudiante, le hace de nuevo el principal
protagonista de su propio aprendizaje.
Es por
ello que es importante rescatar el valor que tiene que el niño/adolescente se
permita el espacio para decir “no lo sé”, a partir del cual, desde un papel de
acompañante, el educador ha de guiar el proceso de aprendizaje, no hacia una
respuesta “correcta”, sino hacia el desarrollo de la capacidad de investigación
y reflexión del estudiante.
El “no lo
sé” ha de pasar de ser una respuesta evitada que cierra la puerta del
conocimiento, hacia un espacio en donde se hace posible que el conocimiento se
genere de forma conjunta, la puerta hacia otros niveles de reflexión, crítica y
curiosidad. “Un punto de partida que restaura la escala de entendimiento para
un universo de conocimientos”.
Con información de: Terry Heick para Teachthought
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