Foto: Anónima Nikonistas |
Siguiendo con nuestra línea de trabajo, ampliamos el foco y damos una nueva vuelta de tuerca. Para ello nos valdremos del testimonio de Steven Covey, que reflexiona sobre este tema.
"Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos enfrentábamos con una preocupación de este tipo. Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento en la escuela. Le iba fatal con el aprendizaje, ni siquiera sabía seguir las instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas puntuaciones. Era socialmente inmaduro, y solía avergonzarnos a quienes estábamos más cerca de él. Físicamente era pequeño, delgado, y carecía de coordinación (por ejemplo, en el béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran arrojado la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se reían de él.
A Sandra y a mí nos
obsesionaba el deseo de ayudarlo. Nos parecía que si el «éxito» era importante
en algún sector de la vida, en nuestro papel como padres su importancia era suprema.
De modo que vigilamos cuidadosamente nuestras actitudes y conducta con respecto
a él, y tratamos de examinar las suyas propias.
Foto: Santiago D. Bañón |
Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud
positiva. ¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma
el bate un poco más arriba y mantén los ojos en la pelota. No batees hasta que
esté cerca de ti.» Y si se desenvolvía un poco mejor, no escatimábamos elogios
para reforzar su autoestima. «Así se hace, hijo, no te rindas.» Cuando los
otros se reían, nosotros nos enfrentábamos con ellos. «Déjenlo en paz. Dejen de
presionarlo. Está aprendiendo.» Y nuestro hijo lloraba e insistía en que nunca
sería nada bueno y en que de todos modos el béisbol no le gustaba.
Nada de lo que
hacíamos daba resultado, y estábamos realmente preocupados. Advertíamos los
efectos que esto tenía en la autoestima del niño. Tratamos de animarlo, de ser
útiles y positivos, pero después de repetidos fracasos finalmente hicimos un
alto e intentamos contemplar la situación desde un nivel diferente.
Foto: FJ Jiménez |
Cuando Sandra y yo
hablamos sobre los conceptos que estaba enseñando, y acerca de nuestra propia
situación, empezamos a comprender que lo que hacíamos para ayudar a nuestro
hijo no estaba de acuerdo con el modo en que realmente lo veíamos. Al
examinar con toda honestidad nuestros sentimientos más profundos, nos dimos
cuenta de que nuestra percepción era que el chico padecía una inadecuación
básica; de algún modo, un «retraso». Por más que hubiéramos trabajado nuestra
actitud y conducta, nuestros esfuerzos habrían sido ineficaces porque, a pesar
de nuestras acciones y palabras, lo que en realidad le estábamos comunicando
era: «No eres capaz. Alguien tiene que
protegerte».
Empezamos a comprender que, si queríamos cambiar la
situación, debíamos cambiar nosotros
mismos. Y que para poder cambiar nosotros efectivamente, debíamos primero
cambiar nuestras percepciones.
Foto: Israel Rivera |
Cuando Sandra y yo
hablamos, tomamos dolorosamente conciencia de la poderosa influencia que
ejercían nuestro carácter, nuestros motivos y nuestra percepción del niño.
Sabíamos que la comparación social como motivación no estaba de acuerdo con
nuestros valores más profundos y podía conducir a un amor condicionado y
finalmente reducir el sentido de los propios méritos de nuestro hijo. De modo
que decidimos centrar nuestros esfuerzos en nosotros mismos, no en
nuestras técnicas sino en nuestras motivaciones más profundas y en nuestra
percepción del niño.
En lugar de tratar de cambiarlo a él, procuramos
apartarnos —tomar distancia respecto de él— y esforzarnos por percibir su
identidad, su individualidad, su condición independiente y su valor personal. Vimos
dentro de él capas y más capas de potencial que iban a dar sus frutos con su
propio ritmo y velocidad. Decidimos relajarnos y apartarnos de su camino,
permitir que emergiera su propia personalidad. Vimos que nuestro rol natural
consistía en afirmarlo, disfrutarlo y valorarlo. También elaboramos
conscientemente nuestros motivos y cultivamos las fuentes interiores de
seguridad con el fin de que nuestros sentimientos acerca del propio mérito no
dependieran de la conducta «aceptable» de nuestros hijos.
Foto: Lucy Nicholson |
Cuando nos deshicimos
de nuestra antigua percepción del niño y desarrollamos motivos basados en
valores, empezaron a surgir nuevos sentimientos. Nos encontramos disfrutando de
él, en lugar de compararlo o juzgarlo. Dejamos de tratar de hacer con él un
duplicado de nuestra propia imagen o de medirlo
en comparación con ciertas expectativas sociales. Dejamos de manipularlo
amable y positivamente para que se adecuara a un molde social aceptable. Como
lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de afrontar con éxito la vida,
dejamos de protegerlo cuando sus hermanos y otros pretendían ridiculizarlo.
Había sido educado a
la sombra de esa protección, de modo que atravesó algunas etapas dolorosas, que
él expresó a su manera y que nosotros aceptamos, pero a las que no siempre
respondimos. «No necesitamos protegerte —era el mensaje tácito—. Básicamente,
puedes valerte por ti mismo.»
Foto: Rubensilvia |
Sandra y yo creíamos
que los logros «socialmente impresionantes» de nuestro hijo era una expresión
accesoria de los sentimientos que experimentaba respecto de sí mismo más que
una mera respuesta a las recompensas sociales. Ésta fue una experiencia
sorprendente para Sandra y para mí, muy instructiva en el trato con nuestros
otros hijos, y también en otros roles."
Somos
conscientes de la dificultad que supone un ejercicio de autoanálisis como el
que esta pareja comenta. En Kreadis, facilitamos este proceso en las
intervenciones de dinámica familiar, enriquecedoras para todos los miembros de
la familia.
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