Hay una
cita que nos gusta especialmente que dice:
“Existe
al menos un rincón del universo que con toda seguridad puedes mejorar, y eres
tú mismo”. Aldoux Huxley.
Cuando
hay algo que no nos gusta, solemos tener cierta tendencia a querer cambiarlo. Lo
curioso de este tema es que suele ocurrir cuando los cambios se refieren a
temas externos, cuando hay que cambiar una situación, a una persona, una
actitud de alguien, que no somos nosotros… Esto incluso queda bien patente en
la semántica que utilizamos, es decir, en la forma en la nos expresamos al
respecto. “no sé cómo se las apaña para fastidiarnos la cena todos los días”,
“Hoy ya vengo de mal humor, no había forma de hacer que Dani se vistiese,
siempre le pasa lo mismo …”, “Me pusieron una multa, no entiendo mi mala
suerte”, “no consigo el ascenso en el trabajo, me tienen manía”. Aun pudiendo
ser verdad todo esto, lo cierto es que, exteriorizando el problema, poco
podremos hacer para que las cosas cambien.
Lo mismo
suele ocurrir en lo relacionado con nuestros hijos. Una cosa es educarles para
que sepan comportarse dentro de lo que conocemos como la “norma social”
imperante en la sociedad en la que vivimos y otra es querer cambiar aquello que
no nos gusta de ellos, porque de alguna u otra forma no nos encaja con el “modelo”
de hijo que nos gustaría tener.
Una
pequeña reflexión en este sentido, quizás nos ayude a preguntarnos si una
determinada manera de funcionar que nos resultó útil en cierto momento, puede
ser igualmente útil para ellos o en otros contextos o situaciones que, aun
considerándolas similares, pueden no serlo. Además, si el modelo que estamos
siendo para ellos es que no reflexionamos en primera persona, difícilmente lo
aprenderán a hacer ellos.
Si nuestra
intención y deseo es criar niños con fortaleza de carácter, no hay que
concentrar toda nuestra energía en cambiar el mundo que nos rodea, sino más
bien comenzar por cambiar lo que hacemos en el mundo y con ellos.
También
conviene ser conscientes de que saber lo que se tiene que hacer no es lo mismo
que saber cómo hacerlo.
Es muy
habitual encontrar padres en consulta que conocen muy bien la teoría de lo que
debería hacerse para educar a sus hijos de manera saludable, pero que suelen
tener dificultades a la hora de ponerlo en práctica y esto les genera
inquietud: "¿Cómo es posible que sabiendo lo que hay que hacer, no sepa
cómo hacerlo? ¿en qué estamos fallando?"
Para
conseguir una maestría en cualquier área, la práctica es la clave, las horas
dedicadas irán conformando el buen hacer y esta apreciación no escapa a cambios
de conductas, hábitos y aspectos que queramos modificar de cómo hacemos
normalmente las cosas. También es cierto que la urgencia y necesidad de un
cambio inmediato se imponen en momentos de desesperanza y se espera que los
cambios ocurran de manera rápida y casi milagrosa.
La clave:
ser conscientes del modelo que estamos siendo para nuestros hijos, realizar avances
progresivos, paso a paso, con paciencia y perseverancia, con un enfoque a largo
plazo pero sin descuidar el corto.
Quizás
unas sencillas claves sobre el proceso que se suele dar en estos casos ayudarán
a tomar conciencia sobre el proceso de cambio y a poderlo llevar a cabo con
éxito.
1. Identificar el aspecto que no nos gusta y queremos modificar.
Por ejemplo: “Mi jefe me tiene manía”. No podemos cambiar a nuestro jefe, a
menos que hagamos cambios nosotros mismos que puedan hacer que cambie nuestro
entorno.
2. Pensar las estrategias que permitan el cambio. Siguiendo con
el ejemplo anterior, mejorar la relación o la comunicación que tenemos con él,
dar más visibilidad a nuestro trabajo para que lo pueda apreciar, hacer algún
cambio en cómo realizamos el trabajo, etc…
3. Identificar situaciones en las que se podrían poner en
práctica las estrategias que hemos pensado. Por ejemplo, tomarnos un café con
él, solicitar una reunión para identificar qué aspectos considera que podríamos
cambiar para que mejore su percepción, etc…
4. Una vez ocurrida la situación, analizar en qué momento hemos
sido conscientes de ello y de qué manera. Por ejemplo, si nos hemos dado cuenta
de que cuando el jefe llega cada mañana a la oficina, saluda a todo el mundo y
pasa de largo sin saludarme. ¿qué puede estar ocurriendo? ¿será porque le caigo
mal? ¿será porque yo no saludo? ¿será que no saludo porque me pongo a trabajar
activamente para demostrar lo cargado/a de trabajo que estoy? ¿Me quedo
pensando buscando posibles soluciones o cambios? ¿Analizo cuál es mi lenguaje
corporal para ver si estoy siendo receptiva/o a su saludo? ¿Decido saludar a
ver qué pasa?
Este
proceso de reflexión suele provocar decisiones de cambio y es probable que
ocurra que, una vez tomada la decisión de efectuar un cambio en nuestro
comportamiento o actitud, el hábito suele imponerse a la estrategia a adoptar,
al menos al principio.
Vamos a ver
dos ejemplos que pueden clarificar cómo suele ocurrir este proceso.
En el
caso del ejemplo anterior, es posible que la estrategia que hemos decidido
adoptar en relación con el jefe haya sido la de saludarle al llegar a la
oficina. Puede que, aun teniendo la intención de hacerlo en el momento en el
que llegue, no seamos capaces de hacerlo a la primera de cambio. De hecho, nos
suele pasar que nos damos cuenta después y pensemos: “ya teníamos que haberle
saludado y no ahora que ya está sentado en su despacho”.
Veamos
otro ejemplo que ya vimos en un post anterior: la familia de Paco:
“La familia de Paco está sentada a la mesa cenando, después
de un largo día de trabajo, colegio y actividades extraescolares. Todos están
cansados y con ganas de relajarse o irse a la cama. En un descuido Paco derrama
el vaso de agua por la mesa y su padre salta diciéndole: "Pero Paco, ¿es
que no hay un solo día en el que podamos cenar tranquilos?, ¿qué narices te
pasa? ¿es que te levantas pensando en cómo puedes fastidiar el día a tu padre?
No sé qué haces para conseguir sacarme de quicio. Eres un desastre, me tienes
harto. ¿cuántas veces te hemos dicho que tengas cuidado en la mesa? Cada día te
pasa lo mismo, no puedo contigo y lo peor es que no aprendes, te da igual. Ya
has conseguido darnos la noche a todos. ¡Vete a tu cuarto inmediatamente y a
ver si de una vez eres capaz de pensar en cambiar algo y hacer las cosas bien
de una vez!”
El resto de la familia se queda cenando en silencio y el
padre piensa que es posible que se haya pasado con Paco. Realmente piensa que
lo que le pasaba es que venía ya bastante enfadado del trabajo, con la faena
que había hecho su compañero de trabajo al perder a un importante cliente con
su mala gestión. Sigue pensando que quizás debería ir a ver a Paco a su
habitación y pedirle disculpas por su reacción tan exagerada. Va a su
habitación, le pasa la mano por la cabeza y le dice:
"Oye Paco, creo que me he pasado, no debería haberte
hablado tan duramente, no estuvo bien. Lo siento, no volverá a ocurrir, es que
venía alterado de la oficina."
Puede
ocurrirnos también, como en el caso del padre de Paco, que nos arrepintamos de
una mala contestación a nuestros hijos en momentos de elevada tensión, y
hayamos hecho propósito de enmienda para las siguientes ocasiones.
Es habitual
que nos ocurra que, llegada la situación y el momento que requiere el cambio
que habíamos pensado hacer, no sepamos reaccionar a tiempo y nos quedemos con
la palabra en la boca, o se nos pase de largo el momento de hacerlo, que no nos
demos cuenta de que es en ese momento cuando hay que hacer el cambio, o que se
nos olvide por completo y nos demos cuenta después.
Lo cierto
es que, a medida que vamos repitiendo y haciendo intentos, la distancia entre lo
que pensamos
y lo que hacemos se va acortando hasta llegar a conseguir el objetivo
deseado y conseguir hacer el cambio en el momento justo. Es a partir de aquí,
cuando el cambio se irá percibiendo como tal y antes o después comprobaremos
como el entorno irá cambiando también.
En muchas
ocasiones, el cambio de nuestro entorno suele suceder de manera consecuente y
cercana al momento en el que nosotros realizamos un cambio en nuestra conducta.
Si no se percibe de manera inmediata, hay que tener paciencia, pues los
resultados pueden llegar cuando nuestra modificación se haya consolidado. Una
sola vez no es suficiente para que el entorno perciba claramente que se trata
de un cambio y no fruto de la casualidad o de un momento puntual.
Por
ejemplo, en el caso del padre de Paco, éste se dio cuenta una vez hubo enviado
a Paco a su habitación y pensó que se había pasado en sus comentarios. La
próxima vez, quizás este momento de “darse
cuenta” ocurra mientras está echándole la bronca y, la próxima, ocurra
cuando esté comenzando a echársela, y la siguiente ocurra antes de echársela.
De esta forma, el tiempo se va acortando y llegará el momento en el que el
padre de Paco se dará cuenta de que está en modo “estresado” y es posible que
su reacción ante cualquier eventualidad no deseada pueda alterarle hasta el
punto de decir cosas que realmente no siente (tal y como le ocurrió el día que
Paco derramó la leche). Una vez que esto ocurra con la debida anticipación el
padre de Paco estará en disposición de actuar de la forma en la que se imaginó
sería la adecuada y consecuente con la situación ocurrida.
Si somos
capaces de realizar este proceso en primera persona, no sólo seremos mucho más
sensibles a comprender el esfuerzo que un cambio conlleva sino que, además, nos
abriríamos a un cambio de actitud y perspectiva que se filtra como un magnífico
ejemplo de superación ante nuestros hijos. Si podemos ser autores de nuestros
propios cambios, podemos asimismo acompañar a nuestros hijos desde una nueva y
más reflexiva posición, en los cambios que deban ir realizando a lo largo de su
crecimiento y desarrollo.
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Artículo preparado por Kreadis con información de:
- R. Brooks y S. Goldstein - Cómo fortalecer el carácter de los niños
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